Me giré al escuchar sus pasos, sin duda me había pillado in fraganti. Avergonzada mire a la punta de sus zapatos, marrones y desgastados por el uso de tanto andar de aquí para allá. Me sentía como una niña pequeña sin saber donde esconderme, farfulle un par de palabras sin sentido y solo me respondió el silencio, ese que tanto duele, porque no dice nada y a la vez lo dice todo. No me atrevía a mirarle a la cara, pero era consciente de que tenía su mirada fija en mí. ¿Qué decir? ¿Qué hacer? Sólo se me ocurría quedarme parada y con mis manos delatoras en la espalda, como si no se hubiera dado cuenta ya.

¡Que vergüenza! Se suponía que iba a ser un día perfecto en el jardín, era uno de esos pocos días que teníamos sol, y yo lo había arruinado por completo. Se marchó de mi vista tal y como había llegado, oí encenderse la tetera, y pasos lentos por la cocina, como odie el silencio, todos los sonidos eran ecos de los siguientes, y mi corazón palpitaba como una lavadora apunto de terminar. Iba a llorar, pero constantemente me mantenía firme en no hacerlo. Al mirar de nuevo mis manos, volví a mirar las fotos que acababa de destrozar y no lo pude evitar, llore y llore y llore hasta que no quedo nada de pena. Él volvió con una taza de té caliente, se sentó a mi lado y recogió todas las fotos que había esparcido por el suelo. Al mirarlas de nuevo me di cuenta de como el tiempo se lleva a la gente, los que has querido, los que hace años que ya no están, con los que pasaba tardes en un café, ese amigo que siempre había estado, mis padres, mis hijos.

Vacío. Ahora esas fotos ya no valen nada, me asegure de que se convirtieran en algo inservible. Él no estaba enfadado, siempre fue más inteligente que yo, solo se quedo a mi lado, acompañándome, queriéndome y entendiéndome. Yo cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.