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Amor es todo lo que necesitas - por Milenia
Me giré al escuchar sus pasos. Todavía tenía las tijeras en mi mano, agarradas por la hoja. Me tranquilicé mentalmente: no podría verlas, el respaldo del sillón del despacho ocultaba mi brazo derecho. El metal frío entre los dedos me produjo una sensación extraña, mezcla de peligro y seguridad.
—¿Aún sigues aquí, Nuria? —dijo Esteban. Se había detenido en el umbral del despacho.
—Ya ves.
—Entonces te dejo, para que no te vayas muy tarde.
Le dediqué una sonrisa con un punto de anhelo. Deseé, como tantas otras veces, que se acercara a mí y me sorprendiera con un beso. Al principio de establecer el bufete, diez años atrás, habíamos sido pareja. Fui yo quien rompió la relación sentimental, que no la profesional. Parecía agua pasada: acudí a su boda y hasta me propusieron ser madrina de su hija. Logré rehusar con mucho tacto. Lo cierto es que por las noches seguía pensando en él y, que Dios me perdonase, cuando hacía el amor con otros, en realidad, se lo hacía a él.
Los pasos de Esteban se alejaron por el pasillo. Fui contando mis latidos para tranquilizarme. Sólo cuando oí cerrarse la puerta de la oficina me atreví a mirar la mano derecha que sostenía las tijeras. La visión de la sangre no me desconcertó, quizás porque al estar reseca había adquirido una tonalidad burdeos, quizás porque la sangre no era mía.
Me acomodé en la silla del despacho, solté aquel objeto sobre la mesa y analicé la situación con frialdad. Tan sólo tres horas antes las hojas de la tijera se habían clavado en el estómago de Reyes y yo era quien las empuñaba en aquel momento. Aún podía recordar su expresión desconcertada cuando retiré mi improvisada arma de su vientre, y su gesto intentando contener la hemorragia.
—Zorra… —había dicho, mirándome a los ojos. Los suyos eran claros, de un gris veteado de azul. El dolor los había oscurecido y parecían volverse tormenta. Su cuerpo era más artificial, producto de muchas horas de gimnasio y alguna ayuda de quirófano. Era una puta rica, o una rica puta, depende de cómo se enfocase la cuestión. Y había intentado chantajearme.
Reyes Mendizábal había llamado aquella mañana para invitarme a tomar café en su casa. Noté su nerviosismo. Me despedí de Esteban y fui a verla, a mi socia de los negocios oscuros. Ella era la que me proporcionaba información sobre los escándalos de la “infrasociedad”, como la llamaba Reyes. Yo conseguía las fotos, enviaba los sobres con la prueba delatora y hacía las llamadas anónimas. Íbamos a medias con el dinero. Reyes lo invertía en su físico y, yo, en una casa en la Toscana.
Pero esta tarde mi socia había sucumbido a la ambición. Sentadas en su saloncito, me comunicó sus exigencias: o se llevaba el 80% o Esteban conocería el lado corrupto de su compañera de bufete. Las tijeras que tenía en el bolso las había cogido de mi despacho antes de salir. Ambas nos incorporamos de nuestros asientos al mismo tiempo. Aquella arma improvisada había terminado con ese problema llamado Reyes.
Dejé transcurrir una hora antes de tomar la siguiente decisión. Sabía que tenía tiempo hasta la mañana siguiente, cuando la persona que limpiaba la casa de Reyes encontrara su cuerpo y alertara a la policía. Pese a mi habitual fluidez, me costó encontrar las palabras para los tres correos electrónicos que escribí. Primero envié el de Esteban, el más breve. Decía: “Siempre te he querido, sólo a ti”. El de mi hermana, dirigido a ella y a mis padres, fue el siguiente. Con ellos me explayé más. El último fue mi confesión a la policía. Por si acaso no lo recibían, también tuve la precaución de imprimirlo y dejarlo sobre la mesa.
Abrí el cajón izquierdo de la mesa y saqué la pistola. Aún no estaba segura de tener el valor de suicidarme. La policía podría aparecer a primera hora y encontrarme todavía viva. De lo que estaba segura es que acabarían llegando. No había sido tan lista como los espías de película, que borran todas las huellas de su paso por un lugar.
Mientras acariciaba el metal de la pistola, familiarizándome con esa nueva sensación, un mensaje nuevo llegó a la bandeja de entrada. Era de Esteban. No pude evitar leerlo. “Yo también”, decía en respuesta a mi confesión de amor.
Aquellas dos palabras bailotearon frente a mis pupilas, burlonas. Todo el horror cayó sobre mí y cerré los ojos, incapaz de seguir mirando.
Comentarios (4):
Manuti
28/05/2013 a las 18:39
Muy bueno el tuyo también. Odio los finales abiertos, pero este encaja como anillo al dedo. ¿Se suicida Nuria? ¿Defenderá Esteban a Nuria en un posible juicio?…
Abbey
28/05/2013 a las 20:41
¡Me ha encantado!. Manejas el ritmo de la acción con brillantez y me han gustado especialmente algunas de las descripciones que haces. ¿El final?… impactante, de los que te dejan con la boca abierta. Genial.
Por decirte algo, repites varias veces seguidas el nombre de Reyes. Suena raro, repetitivo (como yo ahora).
En resumen, gran trabajo.
Milenia
29/05/2013 a las 15:22
¡Manuti, Abbey, muchas gracias por los comentarios!
Sí, Abbey, tienes razón, me he dado cuenta en las relecturas, tengo que dejar reposar los textos un poco más… :p
Abbey
29/05/2013 a las 18:15
Tenias razón. Me había equivocado pero me alegra la confusión. ¡Ha sido un placer leerte!