Literautas - Tu escuela de escritura

<< Volver a la lista de textos

Tres corbatas y un boleto de lotería - por David Ballester

Web: http://davidballestermena.blogspot.com.es/

Michael Luckmann parecía querer encogerse hasta desaparecer, alumbrado por las luces blancas del Phillies. Estaba sentado en un taburete junto a la pared, la vista fija en el cerco húmedo que su copa había dejado sobre la barra. Su traje barato le quedaba dos tallas grandes, y llevaba sin afeitarse desde el fin de semana. Viéndolo allí acurrucado, ninguno de los clientes del Phillies hubiese pensado que Michael Luckmann era un tipo con suerte. Y sin embargo, lo era, aunque de un modo… particular.
El martes por la noche, Michael había cenado guisantes con mantequilla, se había tomado una cerveza floja y sin gas y escuchaba un aburrido serial en la radio sobre una muchacha de Ohio que se había mudado a la Gran Ciudad. Con un súbito chispazo de lucidez, Luckmann reunió el valor que le llevaba faltando largo tiempo, así que anudó tres corbatas entre sí, se subió a una de las desvencijadas sillas del comedor, y ató un extremo a una de las vigas del techo. La otra la pasó en torno a su cuello sin que sus manos temblasen. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas, lágrimas de odio y rabia. Pensaba en Phillip Redmore, su estúpido jefe con su estúpido Ford; en Suzanne Nichols con una sonrisa divertida en el umbral de su porche, cerrándole la puerta en las narices, riéndose al otro lado.
Michael pensó en muchas personas, y nada de lo que recordó le incitó a echarse atrás.
Cuando tuvo hecho el nudo por encima de la nuez, se dispuso a tirar la silla pateando el respaldo, pero algo le hizo esperar. En la radio llegó la hora de las noticias, y la primera fue una divertida crónica desde el hipódromo. Aquella misma tarde, el viejo Lemon, un trotón cansado y sin futuro, se había aprovechado del tropiezo de sus competidores y había ganado la carrera por dos cuerpos. Un único jugador había confiado en el lento trotón, pero no había reclamado el premio aún. Luckmann sacó un boleto del bolsillo de su pantalón y lo miró. En gruesas letras negras se leía: Lemon, número once. “Aposté por él porque me hizo gracia el nombre”, pensó.
Michael Luckmann había sufrido uno de sus comunes ataques de tristeza cinco minutos antes de que empezase la carrera y se había ido sin preocuparse por la suerte de Lemon. Con el billete entre las manos, miraba ahora la pared despintada, y estuvo así más de media hora hasta que decidió soltar el nudo de su cuello, bajar de la silla y beberse media botella de whiskey antes de acostarse.
El viernes a las dos de la mañana, Michael estaba en el Phillies. No quería hablar con nadie, quería que no le viesen, pero a la vez, lo último que deseaba era estar solo. No había ido a su trabajo desde el martes, pero tampoco tenía claro qué hacer. Era un hombre arruinado con una fortuna en el bolsillo de su chaqueta.
En su mente hacía planes, claro. Compraba un flamante Rolls Royce Silver Ghost y se presentaba en su trabajo, riéndose de Phillip Redmore al decirle que compraba el negocio y que estaba despedido. Se presentaba después ante la puerta de Suzanne Nichols con una belleza rubia a su lado, su cuello cubierto por un pañuelo de seda, y ambos reían mientras pasaban despacio ante su casa, y a Suzanne se la llevaban los demonios. Todos aquellos planes imaginaba Michael, pero pronto le dejaban frío, como si bastase saber que podía hacerlo y no hubiese necesidad de llevarlos a cabo.
El camarero del Phillies se acercó a Luckmann.
—¿Qué amigo? ¿No tenemos donde pasar la noche? ¿Problemas con la parienta?
Michael levantó la vista de su copa.
—¿Qué haría usted con medio millón?
—¿Medio millón?
—Sí, de dólares.
—¡Ja, ja! Menuda pregunta, amigo. Pues no lo sé, déjeme pensarlo… —dijo rascándose el mentón y mirando al vacío—. Los Grandes Lagos, quizá. Me compraría un barco y viviría como un rey.
Michael giró la cabeza, haciendo un esfuerzo por imaginarlo.
—No es mala idea.
—¡Vaya que no! ¿Por qué lo dice?
—Creo que me voy a ir yendo.
—Como usted quiera. —El camarero retiró su copa y limpió la humedad de la barra.
Michael Luckmann salió del Phillies a la fría oscuridad de la noche y dijo para sí mismo.
—No, no es mala idea.

Comentarios (8):

lunaclara

29/04/2013 a las 16:01

Me encanta tu relato! Es muy divertido, engancha desde el principio y se lee en un santiamen. Fresco, agil, … Me hubiera gustado otro final. Quizas, saber que le ocurre despues, sus peripecias hasta que llega los grandes lagos… Felicidades!!!

David Ballester

29/04/2013 a las 17:31

¡Muchas gracias, compañera!

Me alegro mucho de que te haya gustado. Podía haber contado más, sí, pero con 750 palabras me gusta dejar los finales abiertos, je je.

Ahora prometo devolverte la visita en cuanto encuentre un hueco 🙂

Abbey

02/05/2013 a las 14:59

¡Brillante!. Me ha encantado. Manejas los sentimientos del protagonista con maestría. A mí el final me ha gustado. Me parece coherente que una persona sin ninguna esperanza hasta entonces, empiece una nueva vida a partir de la de otro. El cómo la use después o cuando se desvie del plan inicial ya es parte de otra historia, ¿no?.
Enhorabuena

Giriel

03/05/2013 a las 21:40

Genio! Me encanta tu relato! Que manera de narrar y crear un personaje tan verosímil, ambientas con las descripciones toda la narración. Me alegra leerte!

Noemi

13/05/2013 a las 13:36

Me ha gustado mucho tu relato, es muy facil de leer y engancha enseguida, me gusta la decadencia que trasmite, como en este mundo en el que con dinero en el bolsillo un hombre puede tenerlo todo, el personaje necesita del sueño de un desconocido,…, ¡¡para reflexionar!!

Enrique

14/05/2013 a las 21:21

Muy buen relato, enhorabuena.

Soraya

21/07/2013 a las 02:24

¡Qué maravillosa manera de escribir!

nabiki

29/08/2013 a las 21:54

genial! no hay otra solucion: debo ir ya mismo a tu blog!

Deja un comentario:

Tu dirección de correo no se publicará. Los campos obligatorios aparecen marcados *