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Híbrido - por María Jesús
Después de la actuación, Minerva se marchaba a casa sin pasar por el camerino para quitarse la ropa y el maquillaje. No quería hacer esperar a Laura, la vecina que cuidaba de su padre mientras ella estaba ausente. Laura tenía un cierto parecido con Lee Remick, la actriz de La profecía: los mismos ojos azul metálico y una semblante sereno.
Minerva entraba directamente del garaje a la cocina de su chalet en Las Rozas, evitando así mostrar en público las pintas que traía del local donde actuaba los sábados por la noche. Al llegar a la habitación, encontró a Laura recostada en una butaquita, leyendo, mientras Gerardo, su padre, dormía plácidamente. Cada sábado, Minerva le administraba un somnífero para ahorrarle a la vecina posibles altercados; Gerardo podía ser muy guerrero. Le depositó un beso en la frente, retirando con suavidad el resto de carmín que le había dejado impreso, y despidió a Laura. Luego se metió en el baño. Una generosa dosis de agua micelar y una ducha prolongada devolvían a Minerva a su otra identidad: Jacobo. Envuelto en un grueso albornoz rosa y evitando mirarse al espejo —pues la imagen masculina que le devolvía le resultaba repulsiva— Jacobo salía finalmente del baño.
Aunque la actuación en el local de Malasaña la dejaba exhausta, no se acostaba de inmediato. La transformación de Jacobo en Minerva, que solo se producía los sábados, le recargaba de esa energía positiva que se iba disipando durante la semana, cuando volvía a ser el ejecutivo Jacobo. Cuando Gerardo sufrió el ictus que lo dejó postrado, y él se hizo cargo de la empresa familiar, empezó a teletrabajar cuanto le era posible, escudándose en la enfermedad de su padre. En realidad, aprovechó esa circunstancia para salir del armario y mostrarse ante él tal como realmente se sentía: una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. Gerardo siempre había sospechado que su único hijo varón había nacido “defectuoso”, como solía decir, y no permitía, en su presencia, el más mínimo gesto que delatara su verdadera naturaleza.
Desde el ictus, diez meses atrás, Gerardo dejó de comunicarse verbalmente; apenas podía articular monosílabos. Por eso Jacobo, como forma de venganza, se presentaba ante él vestido de mujer, desafiando esa norma de conducta tan injusta que su padre le había impuesto. Pero eso sucedía solo de puertas para adentro. Después de tantos años sometido a su chantaje emocional, Jacobo no se sentía capaz de mostrarse al mundo tal cual era, a pesar de ser el CEO de la empresa y no tener a nadie que cuestionara sus decisiones. En el vecindario, nadie sospechaba lo que su ejemplar vecino ocultaba. Solo Laura conocía ese secreto y lo respetaba; jamás fue necesario recurrir al soborno para asegurar su silencio.
Aquel domingo, después de dormir un par de horas, Jacobo se mostró ante su padre más Minerva que nunca. Se acercó con la bandeja del desayuno, ataviada con un vestido ceñido y maquillada como cuando actuaba. Gerardo, ya completamente despierto, le dedicó una mirada gélida, cargada de resentimiento. Minerva se sentó frente a él con parsimonia y, al disponerse a colocarle la servilleta, sintió la mano de su padre aferrarse con fuerza al vestido, tirando de ella.
—Mmmm…onstruo —logró pronunciar.
Minerva se irguió bruscamente, sorprendida al escuchar esa horrible palabra después de diez meses de silencio, pero se repuso y lo miró con calma, recogió la bandeja y murmuró:
—No, papá. El monstruo eras tú. Yo solo aprendí a sobrevivirte.
Y salió, sin dejarle ni el consuelo del desayuno.
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