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NI MOZART NI TINA ACTUARON AQUI - por Mila G.R.
Es un día de finales de mayo que recuerda a cualquier día de pleno verano. Son las seis de la tarde y hace bastante calor en Bilbao. La Gran Vía está repleta de gente que viene y va, de turistas que no cesan de hacer fotografías y de bilbaínos sentados en las terrazas de bares y restaurantes que saturan el centro de la ciudad. Un torrente de actividad, en su mayor parte, ociosa.
Comienza nuestra visita a la “Sociedad Filarmónica”. Eduardo, el conserje y “chico para todo” nos guía a través de las estancias, mientras relata todo tipo de chascarrillos jugosos. Ha hecho falta un “regalito” para que nos atienda a estas horas, pero un par de billetes azules lo solucionan todo. Ese pequeño soborno, sin duda, le ha vuelto más locuaz y simpático. Habla por los codos, recitando nombres de artistas que han actuado en este lugar y se permite hacer alguna que otra broma al respecto: “Bueno, ya veis que por aquí ha pasado todo el que es alguien en el mundo de la música, o casi… porque claro… ni Mozart ni Tina actuaron aquí”.
Dentro huele a pastelería, a bollos de mantequilla recién horneados y a otros dulces. Un “Sancta Sanctorum” de la música con fragancia empalagosa es una mezcla que nunca hubiera imaginado. La pastelería “La Suiza”, colindante con el edificio y con el que comparte patio, es la culpable de este dulce desatino.
Deambulamos por los palcos y el patio de butacas, subimos al escenario y exploramos los camerinos de los artistas, con sus paredes repletas de fotografías firmadas por quienes demostraron su virtuosismo en esta sala. El ambiente es sereno y sumamente tranquilizador, a la vez que paradójico por el mutismo que lo envuelve todo. Una sala de música donde no se oye ni un solo acorde. Aunque el silencio actual solo es una profecía del concierto que está por llegar.
Sentada en la tercera fila del patio de butacas, me dispongo a fantasear. Me veo subiendo al escenario, con mi “Stradivarius” de madera tornasolada en la mano izquierda y el arco en la derecha.
Hoy he elegido un “outfit” bastante inusual para una concertista: minifalda de terciopelo negro con lentejuelas plateadas, muy ceñida y demasiado corta, un corpiño de cuero, también negro, que insinúa más de lo que cubre y unos altísimos zapatos salón de color rojo Valentino, mis “Jimmy Choo” comprados en Wallapop. Llevo también los labios pintados de rojo intenso, a juego con los zapatos, y el cabello encrespado, color paja, como la melena de un león.
Mientras me coloco en el centro del escenario, oigo el murmullo del público que, sin duda, se siente confundido con mi elección de vestuario. Cuando, al fin, se impone el silencio, poso el violín sobre mi hombro izquierdo y apoyando suavemente el mentón, comienzo el recital: “Sonata nº 4 en sol mayor” de Mozart.
Como siempre que actúo, los primeros segundos son de gran nerviosismo. Me siento como una actriz novata en el momento de su debut. Un mosquito me silba en los oídos y un gato furioso me araña en el estómago. No obstante, después de unas cuantas notas, ya no siento nada, solamente la música que sale del violín inundando el espacio.
Los primeros movimientos de la sonata son un “Allegro” vibrante, que me remueven por dentro y por fuera y me impiden permanecer inmóvil. Mientras deslizo el arco con rapidez, no puedo dejar de mover los pies, dando saltos, balanceando la cabeza, agachándome, girando… creo que me falta poco para volar…
Así que no puedo evitar hacerme una pregunta: “¿Quién dijo que ni Mozart ni Tina actuaron aquí?”.
Ccomentarios (1):
Alfonso
19/04/2025 a las 10:56
Buen relato, Mila. Sonoridad, buenas descripciones y un personaje con el carácter y la fuerza suficientes para poner en entredicho cualquier cosa que le digan, y estar a la altura de dos figuras como Mozart y Tina Turner.
Tienes un buen desempeño en este de hilvanar letras, y se nota en el relato.
Saludos.