Estaba en la entrada del cementerio. Al pasar por la gran puerta, una bocanada de aire meció los álamos que había a ambos lados.

El silencio, la pena y una extraña sensación de paz siempre me invaden en estos lugares.

Caminé entre las lápidas, fijándome en los nombres, las fotografías o las frases de despedida eterna grabadas en el mármol. No podía evitar detenerme en algunas fechas de nacimiento y muerte. En algunos casos me sorprendía el tiempo de vida que habían tenido algunas personas, con mayor o menor suerte.

Pero yo me dirigía a una tumba en concreto. Era la última de la última fila de nichos construida. En la lápida no había ningún nombre, ni fotografía, ni fechas, ni frase de despedida.

Solo yo venía a despedirme.

Saqué del bolso un pequeño zapato rojo de tacón, lo apoyé sobre una repisa de la lápida y coloqué en él unas florecillas que llevaba en la mano. Aquel zapato fue el que usé la primera vez que pisé un escenario, para jugar a ser mujer siendo niña. La primera de las muchas vidas que viví. Hoy vengo aquí a despedirme de esa niña, que ahora es mujer y ya no tiene que jugar a ser actriz, sino vivir el sueño.

Adiós, mi niña. Gracias por creer en mí.

Ahora empiezo una nueva vida.