El horizonte era el único lugar para el que no necesitaba pasaporte, ni billetes de ningún tipo. Las estaciones y aeropuertos siempre le habían recordado a una especie de laberinto sin salida, y le parecía un modo demasiado complejo de empezar las vacaciones. Pero no valía la pena preocuparse por eso en aquel momento. Hasta septiembre no pillaría días libres y se pasaría casi toda la semana encerrada tras el mostrador de la tienda. Suerte que al menos, al estar en el paseo marítimo, contaba con buenas vistas.
—Este año se llevan los sombreros grandes —indicó una voz sacándola de su estupor, el calor hacía que perdiera la agudeza de sus sentidos, empezando por el oído. No así el tacto, que parecía sentir la calidez y la humedad con mayor fuerza. Su compañera siguió colocando los sombreros y ella volvió la vista hacia los papeles que había sobre la caja.
—Nos han llegado un montón de modelos —le respondió, por decir algo, no tenía ganas de conversación.
—Estarás contenta, a ti te encantan los sombreros y aquí nos hacen descuento.
—Sí, pero como tú has dicho, este año se llevan grandes, y a mí me gustan los pequeños. Quiero que me vean a mí con el gorrito, no que lo vean a él conmigo.
—Jajaja, la verdad es que con lo pequeñita que eres parecerías una seta.
—Tú lo has dicho. —Y volvió a la suyo. No le apetecía prolongar más una conversación que no conducía a ninguna parte y que era fruto de la pura cortesía. Tampoco tenía ganas de prestar atención a los papeles que tenía en la mano. Alzó los ojos y, aprovechando que a esas horas no pasaba mucha gente, se concentró en el horizonte marino, mucho más atrayente que cualquiera de las cosas que había alrededor. Sin visados, papeles, aduanas ni dársenas, se dirigió a donde quiso. No tenía una gran cuenta corriente, tampoco un armario mágico que llevase a Narnia, pero sí tenía una gran imaginación, un cuaderno y un boli. Comenzó así un viaje de papel, hecho con los sueños incumplidos, aquellos con los que solo se puede hacer una cosa para poderlos cumplir: escribirlos.