Marlene Kostova se apostó al lado de la tienda, bajo la marquesina. Estaba casi segura de que no la habían seguido. Leyó el rótulo estampado en el cristal: “Sombreros Bermúdez”, en el interior no se distinguía apenas nada, estaba oscuro. Decidió darse un instante para encender un cigarrillo. Lo necesitaba. Mientras fumaba, recordó. Le pareció que habían pasado mil años, pero sólo habían sido quince días.

Assiego la había convencido, no le había costado demasiado. Era tan galante, con ese aire de caballero antiguo, con sus trajes de lino, bastón y sombrero. A ella le halagaba que siempre solicitara sus servicios, no estaba acostumbrada. Dentro del gran salón de peluquería no destacaba especialmente ni por sus habilidades con las tijeras y menos aún por las sociales, su trato con los clientes no solía ir más allá de la mera cortesía.

Recordó sus comienzos como peluquera, era un ascenso social en toda regla para una emigrante del este que se dedicaba a cuidar ancianos, limpiar casas y había llegado sin saber una palabra del idioma. Siempre había confiado en sí misma y en sus capacidades. Había logrado su título no sin esfuerzo y debido a un golpe de suerte había entrado a trabajar en el salón Granier, tras unos meses en una peluquería de barrio. Alguna de sus antiguas compañeras aún no entendía cómo podía haber dado el salto.

Tras el tercer café con Assiego hubo una comida. Él le habló de Tachenko, de como este lavaba el cuantioso dinero negro de sus oscuros negocios con la vida y la muerte también a través del salón Granier y de cómo Valeri Kostov, el padre de ella, había caído víctima de las maquinaciones de este hombre allá en Novosibirsk, aunque luego se demostró que no fue su progenitor quien traicionó a la organización. Por último le habló de él mismo y su pertenencia al Servicio Secreto.

Comprendió que su orfandad desde la adolescencia no era, como le habían dicho, fruto del azar, como tampoco lo era su empleo con Granier, que quizá era una suerte de reparación.

Assiego le propuso eliminar a Tachenko y vengar a su padre, a cambio de una nueva y cómoda vida lejos de allí. Harían que accediese a Tachenko como su peluquera personal. Aceptó.

Cuando se consumió el cigarrillo entró en la sombrerería y preguntó al dependiente por las pamelas de boda, tal como estaba acordado. Este la envió por el estrecho pasillo al fondo, tenía múltiples ramificaciones, parecía un laberinto. Una mujer que salió de la penumbra le tendió una carpeta, al abrirla vio que allí estaba lo que necesitaba para encarar su nuevo horizonte, documentos y un pasaporte, dentro leyó Linda Warsawski. Le gustó.

De repente pensó, sin alegría ni pesar, que a Tachenko también le habían dado pasaporte, pero al infierno.