Se giró al escuchar el grito.
La olla que antes calentaba plácidamente un poco de aceite de oliva, ardía ahora enfurecida envuelta en llamas de dos metros encima de la encimera.
La desorbitada cara de espanto de la joven culpable, le provocó un agudo ataque de risa en vez de aleccionar con una buena reprimenda.
– ¡Mamá, mamá, no te rías!¡Va a estallar la cocina!- y ella rió aún con más ímpetu.
Y parecía que con la exalación de cada bocanada de aire de su risa, el fuego se avivaba aún más.
Con total desconcierto, la joven se plantó de un salto delante de su madre y la zarandeó enérgicamente.
– ¡Mamá, mamá, el extintor! ¡¡¡¿Dónde está el extintor?!!!
– ¿El extintor? ¡¡¡El extintor!!!- dijo la madre expulsada del trance.
Y corriendo abrió la puerta de la cocina que daba al cobertizo, entró y descolgó el extintor de la pared.
Rompió el precinto, estiró de la anilla, apuntó la manguera a la base del fuego y disparó violentamente a las impetuosas llamas que, aliadas a los restos de grasa de la campana extractora de humo, ahora zapateaban con talento gitano sobre la madera de los muebles.
El extintor vomitó hasta las entrañas soñando con ser de condecorado, y la cocina, la madre y su hija se dieron un buen baño de ignífuga espuma de invierno. Y el fuego murió.