Se giró al escuchar el grito, era ella clamando su nombre. La añoranza de aquellos años en que no la había visto, entregándose a la distancia y anhelo, encendió en él una llama. Admirado por el candor de esos ojos ardientes, irresistibles, alegres y llorosos de la mujer que le observaba corrió a su encuentro. Tomando su maleta volaba a la velocidad de la luz, tratando de abrirse paso entre la multitud.

Ella, mientras tanto, en lágrimas, y sin apartar la vista del delirio, salió de la cabina dejando en ventanilla a una anciana enfurecida por no recibir su vuelto. Pero, ¡cuántas veces había buscado entre arribo y arribo aquella silueta! ¡Cuántas veces no soñó con comprar su propio boleto y buscar por ella misma el encuentro!

Aproximarse uno a otro a brincos de júbilo parecía una eternidad; sentían verse envejecer, las canas llenaban el cabello y las arrugas surcaban el rostro, pero ella lo encontraba más guapo y él la reconocía más bella. Volviendo del ensueño la elevó por el talle como antes en su adolescencia, mientras cara a cara gozaban el regreso de ese cariño eterno que en aquellos ayeres prometieran.

Dama y caballero por fin, a través del tiempo, se reencuentran. A beso de añoro y lágrimas, cerrando los ojos engañan con una noche estrellada al sol que, a sus espaldas, apenas se levanta. Los rayos color ocre tiñen el reloj de la estación de trenes, y a pesar que su segundero poco se ha movido sólo Dios sabe cuánto se demoró en avanzar en ese esperar de cumplir el sueño.