Se giró al escuchar el grito, Ana suponía que los fantasmas eran más sigilosos. Conocía los espeluznantes rumores que circulaban por la ciudad respecto a la Torre de Londres, esa torre en la que estaba encerrada en espera de juicio; por eso no se asustó demasiado. Permaneció expectante, dispuesta a presenciar alguna escena horrible, con espectros sin cabeza, cargados de cadenas y sucios de sangre. La sorpresa fue mayúscula, aparecieron dos niños ataviados a la antigua usanza, un par de traviesos espíritus que sonreían ante su cara de asombro. Los reconoció enseguida, eran Eduardo y Ricardo, los príncipes desaparecidos tiempo atrás, los hermanos encerrados por su tío Ricardo de Gloucester para usurpar el trono que les correspondía. Ambos saludaron ceremoniosamente y continuaron jugando, como si ver aparecidos fuera la cosa más natural del mundo.
Y entonces lo supo, la reina Ana tuvo la certeza de que sería condenada a muerte. Las ánimas de la Torre se mostraban ante ella porque presagiaban su futuro, intuían que muy pronto formaría parte del ‘selecto’ grupo. Los chicos eran la avanzadilla, más pronto que tarde irían apareciendo los demás; Thomas Becket, Williams Hastings y Tomás Moro, entre otros, se irían acercando. En aquel momento se preguntaba cómo sería su ‘vida’ entre aquellos ilustres personajes; le esperaba un fantasmagórico futuro entre insignes caballeros y niños eternos. Sin caer en la cuenta de lo que su deseo suponía, anhelaba que alguna otra dama viniera a hacerle compañía. No le apetecía estar sola entre tanto gentilhombre, pero se las apañaría mientras asomaba otra doncella incauta; otra que, como ella, se creyera invencible, que confiara sobremanera en el poder de sus encantos.
Volvió a escuchar un grito, pero esta vez no se giró; no tenía nada que temer de los espíritus que habitaban la denigrada Torre. Sus enemigos eran de carne y hueso. Y no aullaban, se deslizaban sigilosos manejando los hilos de una u otra intriga; siempre ávidos de poder y riquezas. Implacables.
———–
Ana Bolena Howard, la otrora poderosa reina de Inglaterra, camina erguida hacia el patíbulo. Con una media sonrisa murmura palabras ininteligibles, algunos creen que reza. En realidad, habla con Ricardo y Eduardo, los jóvenes príncipes – fantasma; acaba de prometerles que esa misma noche, cuando sea tan espectral como ellos, se unirá a sus juegos y correrías por la Torre. Sí, se convertirá en una soberana de ultratumba y, liberada ya de cualquier obligación o pudor terrenal, podrá gritar a sus anchas.