Su cuerpo estaba tenso. Su mirada se dirigía a la luna que se alzaba sobre su cabeza. Tapada con una capa negra que le hacía parecer más un ente que no una persona.
Se acercó la mano a su boca y lanzó su último beso. Su gran amada naturaleza le respondió con un golpe de aire que hizo airear su capa y me hizo ver su vestuario: unos tejanos oscuros y una camisa negra.
Cerró los ojos y respiró profundamente. Algo me hacía sentir extrañamente triste mientras veía a esa joven en el balcón de la casa de al lado. Sacó un palo del interior de su capa. Lo alzo hacia el cielo y susurró algo inteligible desde la distancia. Un sinuoso vapor azul salió de la punta de aquel trozo de madera. Poco a poco fue tomando forma. Cada vez era menos translucido y finalmente pude ver un equino de humo azul que se fue galopando hacia la luna. Gracias al viento la capucha se le cayó. Su pelo era rojo intenso, liso y brillante. Había visto varias veces a esa chica por la calle. Se llama Ginny Potter y es mi vecina. Eran muy reservados esos Potter. Tenían un hijo y una hija pero pocas veces había visto a la familia entera o siquiera a ese tal Potter que era el marido de esa hermosa chica pelirroja que ahora lloraba apoyada sobre la barandilla de su balcón.
Un hombre salió de la casa, alzó otro palo como el de la chica. De la punta de este salió un ciervo que se colocó al lado de la chica. Ella sonrió y acarició al animal que había invocado su marido.
Suspiré y miré el reloj. Era la una de la mañana. Así pues, decidí irme a dormir.