El pánico fluía por sus venas, ocupando el lugar que tiempo atrás había ocupado su sangre, sus ojos, henchidos de terror intentaban no centrarse en ningún punto en concreto, por miedo a caer aún más en la cuenta de dónde estaban. Las manos le temblaban y se aferraba tan fuertemente a su fusil Lee-Enfield que temía dispararlo sin querer.

Estaba rodeado de hombres, de todas las edades y provenientes de todos los rincones del Reino Unido, todos con sus sucias botas hundidas en el fangoso suelo, esperando la señal para atacar, o más bien, deseando que esta nunca sonase. Podía oler el miedo a su alrededor, rezumando igual que el sudor empapaba su frente. Nadie quería estar allí, no deseaban honor, grandezas ni tan siquiera justicia, deseaban no morir ni matar por una guerra en la que el mundo al completo parecía haberse vuelto loco al unísono, querían por lo menos tener la certeza de que podrían volver a ver salir el sol al día siguiente, pero absolutamente nadie la tenía.

Intentaba imaginar qué sentiría la primera vez que matase a alguien, a un ser humano con familia, que pensaba al igual que él lo hacía, respiraba y comía, y sólo con figurárselo algo ardía en su interior. Pero tenía que hacerlo, no podía morir, había prometido a Debra que volvería, se casarían y formarían una familia, y nunca, jamás, había roto una promesa. La hora se acercaba, y cada vez quedaba menos para que los cañones que habían de servirles de señal para atacar escupiesen sus bolas cargadas de muerte al aire, resonando como si fuesen los propios tambores del infierno.

Intentó rezar, pero allí, en pleno siglo XX, con el mundo cargado de odio y gente muriendo como animales en el campo de batalla, dudó por primera vez en su vida de que pudiese haber alguien allí arriba velando por todos ellos. Entonces, silbó dos o tres estrofas de su canción favorita, para intentar relajarse, pero no pudo continuar, de repente, los tambores comenzaron a sonar.