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La Maldición - por Daniela

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El autor/a de este texto es menor de edad

Al despertar, lo primero que sentí fue esa extraña y fría piedra en mi mano.
Era un colgante, pequeño, redondo, con una inscripción como espirales.

Cuando más consiente me sentía, más me enteraba de lo que me rodeaba.
Árboles, césped, hojas.
¿Cómo había llegado hasta acá?

Me levante, ya sin tener la más mínima idea de lo que pasaba, y lo vi.
Él estaba recostado en la rama de un árbol, y parecía estar afilando una pequeña flecha.
Cuando se dio cuenta que estaba ahí, sonrió, con esas típicas sonrisas burlonas que te dan los bravucones cuando saben que algo malo te pasó, o que te va a pasar, y que sólo se van a reír cuando suceda.
Con esa sonrisa burlona, y esos ojos peligrosos susurró

— Siempre comienza así… — Negó con la cabeza — Es una pena que yo tenga que hacer esto…

— ¿De qué estás hablando? — Pregunté, observando como ágilmente bajaba del tronco donde estaba sentado.

Él estaba relativamente lejos, acercándose lentamente, con paso ligero.
Y seguía sonriendo, cosa que me ponía cada vez más nerviosa.

— De la Perdición, pequeña mía. — Contestó, ya habiendo llegado a mi lado.

Estiró su mano, agarrando la mía para subir la manga de la campera y descubrir una extraña marca en el antebrazo.
Era como una cicatriz, un espiral, y él fue trazando los círculos con su flecha, produciendo una oleada de dolor por todo el brazo.

Su sonrisa se había ensanchado, victorioso, complacido por lo que había hecho.
Y yo empezaba a notar los efectos que había tenido en mí aquella caricia.
La visión se me nublo, y me fue muy difícil encontrar alguna ruta de escape y ya no tenía fuerzas para zafarme de su agarre, que era cada vez más apretado.

—Shhh — Me calmaba, abrazándome para dejarme lentamente en el suelo, debajo de un sauce — Todo irá bien.
Mientras el me dejaba recostada sobre el árbol, observé la misma cicatriz que yo tenía, en su cuello.
Esta se veía muy reciente, roja, a sangre viva.

— ¿Cómo sucedió en ti? ¿Por qué?

— La perdición no se detiene hasta que alguien más la tenga — Contestó simplemente, alejándose.
Pero antes de irse, me arrebató el medallón, aquel con la impresión.

Y allí, en soledad, sentí como mi cuerpo convulsionaba, y como el dolor y ardor ascendía desde el antebrazo hasta cada centímetro de mí ser.
Y no se detuvo, no hasta que quedé inconsciente.

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