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Doña Felicísima - por Baltasar
Doña Felicísima
Seguro que cada uno de vosotros, cuando ha pasado junto a las tapias del patio de un colegio, ha percibido la algazara de los críos en el recreo.
De lo que ya no estoy tan seguro, es de que se os haya ocurrido comparar el guirigay de los niños de ese colegio, con el de otros que acogen para su enseñanza y educación a alumnos de entre los ocho y diez años, pongamos por caso.
Os puedo asegurar —a aquellos que no hayáis tenido la ocasión de comprobarlo— que si os vendaran los ojos e hicieran con vosotros un recorrido por cinco o seis centros de similares características, nadie sería capaz de adivinar en qué colegio se originaba tal o cual algarabía, por la sencilla razón de que todas son idénticas.
Puedo garantizar que de los varios con los que he hecho la experiencia, salen los mismos gritos incoherentes, en el mismísimo tono agudo y bullanguero, sin que se pronuncie una sola palabra… Eso sí: En todos, sin excepción, puede percibirse la felicidad de sus personajillos y la movilidad incansable de sus idas y venidas, de sus carreras y de sus saltos… Dan envidia, de veras.
Pero déjenme que vaya al asunto en cuestión. Aquella mañana, en la que el sol brillaba con tal fuerza que parecía resistirse a abandonar el verano, pese a habernos adentrado ya en octubre, doña Felicísima —que dicho entre nosotros de felicidad solo tenía el nombre, y para más coña en superlativo— se plantó en medio del patio, gritando cuanto de sí le dieron los pulmones: «¿Dónde están los niños?». Preguntó con la dureza que la caracterizaba, máxime si creía ─como yo pienso─ que alguna estaban urdiendo, pues ni algarabía ni niños había por ninguna parte, y era la hora del recreo. Pero a punto estuvo de que le diera un patatús, cuando desde la sala de actos aparecieron, en perfecta formación, los cuarenta y tantos alumnos a quienes enseñaba historia y lengua, al frente de la cual iban una niña y un niño, los más altos de ambas clases, portando lo que parecía una hermosa tarta de chocolate, hecha primorosamente de cartón, en cuyo centro lucía una vela, encendida por supuesto, que la directora del centro, en total complicidad, los había facilitado.
Cuando llegaron a su altura se dispersaron, rodeándola. Solo los dos alumnos que llevaban la tarta se dirigieron hasta doña Felicísima, ofreciéndosela para que apagara la vela, que sopló a regañadientes. Luego, las vocecillas, esas vocecillas comúnmente chillonas, que llenaban con sus gritos los recreos, entonaron, con la dulzura de sus pocos años, el “cumpleaños feliz” más hermoso jamás escuchado por doña Felicísima a quien, por primera vez, alumnos y profesores —que también acudieron hasta el patio— vieron, mientras aplaudían, cómo un par de lágrimas asomaban a sus ojos.
Comentarios (2):
Chiripa
30/10/2014 a las 04:28
Hola Baltasar
Tu relato me ha conmovido y gustado mucho.
De fácil lectura, es diferente, sencillo y está muy bien narrado.
¡Enhorabuena!
Espero leer tus relatos en el futuro y mientras tanto, te invito a que te pases por el # 111, El Grito” @ https://www.literautas.com/es/taller/textos-escena-19/1969
Bego
01/11/2014 a las 09:35
Hola Baltasar, Fui una de las comentaristas de tu texto y me encantó, me pereció muy emotivo, enorabuena!
Un saludo!!