Contuve el aliento cuando pronunciaron mi nombre. Bajo las paredes pedregosas de nuestro hogar, la voz que me llamó sonó como un disparo. “-Isabelle Mistella” Di un paso vacilante hacia delante. Sabía que no tenía elección. En el altar me preguntarían “¿Quieres a Martín Lencaster como tu futuro esposo?” Y yo tendría que responder: “Sí, lo quiero”. Aunque no es así.

Mis padres no me miraron mientras caminaba lentamente envuelta en fina seda azul. Clavé mi mirada en ellos, les hice saber con mis ojos que nunca les perdonaría lo que habían hecho.

Pero en todo esto había un motivo oculto. Mis padres habían perdido toda su fortuna de la manera más ruin, y ahora las deudas llenaban los rincones del castillo de mi familia. La unión entre la familia Mistella y Lencaster haría que ellos volviesen a ser poderosos e influyentes, por lo tanto, felices.

Martín alargó una mano cubierta por un caro guante y esbozó una falsa sonrisa. Él deseaba este matrimonio forzado. Cuando éramos unos niños pequeños, le gustaba pincharme. Fue él quien rompió la muñeca de porcelana, dos días después de que mi hermano la hubiese terminado para mi cumpleaños. También fue él quien me hizo resbalar por las enrevesadas escaleras del torreón. Él quemó la carta de mi amiga, la última que ella escribió, antes de que se la llevase la peste. Y por último esto. Sabía que eso sería la gota que colmase el vaso. No importó lo mucho que llorase, suplicase y patalease ante mis padres.

Agarré su mano extendida conteniendo una mueca de repugnancia. Él sonrió con suficiencia. Entonces el obispo pronunció las temidas palabras: “Yo os declaro marido y mujer”. La multitud vitoreó, entusiasmada.

***

Martín me sacó de allí a la primera ocasión. No me habló durante el viaje de ida a su hogar, ni tan siquiera puso sus ojos en mí. Agradecí ese tenso silencio a Dios. Pero eso cambió cuando llegamos a su dormitorio, ahora también mi dormitorio. Me lanzó sobre la cama decorada con un lujoso dosel dorado y colocó una mano sobre mi garganta.

Todo mi cuerpo se tensó al instante. Me deslicé unos centímetros hacia atrás, fuera de su alcance. Pero mi pobre intento no pasó desapercibido al atento Martín, quien intensificó su agarre. Frunció el ceño, y su agraciado rostro se retorció en una mueca de desagrado. Acercó sus labios a mí.

−Ahora eres mía, querida− susurró contra mi oído− Harás lo que yo te…

Sus palabras se vieron interrumpidas por mi imprevisto ataque de valor. Recordando todo el daño que el individuo encima de mí me había causado, me armé de coraje y clavé mis dientes en su antebrazo. Mordí profundamente, hasta que noté el sabor dulzón de la sangre recorriendo mi barbilla. Y después el sabor dulce de la venganza. Mientras hundía más y más la mandíbula pensé en todos y cada uno de aquellos “incidentes”, que por más que yo delatase ante mi padre, nunca me creía.

Martín soltó un grito gutural, y se deshizo de mí empujándome con una robusta mano oscura, y yo caí al suelo alfombrado. Gateé hacia atrás, asustada. Él alzó su brazo, y me cruzó la cara de un golpe limpio. Empecé a sollozar quedamente. Colocó su dedo índice sobre mi pecho, enfatizando con un golpecito cada palabra:

−Escúchame bien, preciosa. Lo sé todo. Sé porque tus padres confabularon con los míos para conseguir este absurdo acuerdo.- sentí como un rayo de hielo subía por mi columna, un escalofrío reflejando mi terror. El fino vello dorado de mis brazos se erizó.−Harás lo que yo te diga− amenazó− Se acabó el juego.

En ese momento supe que, sin lugar a dudas, estaba perdida.