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El verdugo de la catana - por Vicente Freire
Éramos cuatro. Lanzamos los dados. Enrique dirigía, siempre dirigía él, ahora creo que todos estábamos hipnotizados, atrapados por sus ojos negros y profundos, impenetrables. A Enrique le tocó ejercer de verdugo, se le daba bien, yo sería su ayudante, Luis haría de sacerdote y Eduardo de espectador. “¿Y la víctima?”, pregunté muy sorprendido porque aquello alteraba las reglas del juego. Enrique lo tenía todo previsto. “Hoy hay una sorpresa. Ninguno de nosotros hará de reo, lo traeré yo a las siete de la tarde en punto, quiero que la escena sea más real que nunca, siempre he soñado con este momento”. Se marchó y nos dejó en el castillo, el escenario que él mismo había elegido. Era un castillo abandonado y semiderruido cerca de la localidad segoviana de Pedraza, sólo se salvaba el salón principal que Enrique había decorado para la ocasión. Allí nos quedamos esperándole. Había una mesa de madera que me pareció gigante, pintada de negro, con dos candelabros de bronce, que disponían de cinco velones para iluminarnos al anochecer. En el centro de la mesa brillaba el filo de una catana de unos dos metros de larga. La agarré por el mango y comprobé que pesaba mucho. Al fondo del salón, Enrique había dispuesto un cadalso muy sobrio. Una lámina inmensa de una ejecución decoraba la pared, un verdugo aparecía en primer plano a punto de descargar el hacha sobre el cuello de un hombre arrodillado a sus pies, con la cabeza recostada sobre un trozo de madera. Los ojos del ajusticiado delataban el pavor que sentía ante lo que estaba a punto de suceder.
Cuando faltaban diez minutos para las siete de la tarde, sonó mi móvil. “Estoy llegando. Quiero que os pongáis las caretas que os he preparado”. Lo hicimos. Yo no sabía lo que iba a suceder, os lo juro. Enrique apareció, también con una careta que le cubría el rostro, llevando a rastras a un hombre esposado, que nos miraba con ojos de locos, sangraba por la ceja como si le hubiesen golpeado.
—¿Por qué me hacéis esto? Si queréis dinero, os lo daré, pero dejadme ir —gemía aquel hombre, gordo y calvo, que aparentaba estar cerca de los cincuenta años.
—Este hombre está condenado —dijo Enrique.
—Yo no he hecho nada, tenéis que soltarme.
—Preparadle para la ejecución. Todavía estás a tiempo de arrepentirte, el sacerdote escuchará tu última confesión.
—No, nooooo, nooooooo.
Se puso a gritar enloquecido cuando intentamos llevarle al cadalso y Enrique esgrimió la inmensa catana. Estaba asustado, verdaderamente espantado. Si era un actor se merecía una ovación atronadora. Se resistió como un titán, daba patadas a diestro y siniestro para que no le condujéramos al escenario presidido por la lámina del verdugo. Tardamos media hora en vencer su resistencia. Al final, cuando colocamos su cabeza sobre el tablón, sollozaba como un niño, suplicaba y suplicaba que le dejásemos vivir. Fue entonces cuando un rayo de luz iluminó mi mente. Les dije a Enrique y a mis amigos que ya era suficiente. Me quité la careta y grité.
—Se acabó el juego.
—¡Qué juego! —replicó Enrique.
Era demasiado tarde. La catana, empuñada por Enrique, descendió veloz sobre el cuello de aquel pobre diablo. Fue un tajo certero y brutal.
—¡Qué has hecho! Estás loco.
Escribo estas líneas en la cárcel. Tardaron más de dos meses en detenernos. En el juicio me enteré de que Enrique había secuestrado a un vecino de Pedraza a punta de pistola, que es un psicópata manipulador, con un coeficiente de inteligencia por encima de lo normal. Nos llaman los asesinos del juego del verdugo de la catana. Me han condenado a doce años, pero no soy culpable. Yo no sabía que Enrique iba a convertir en realidad nuestro pasatiempo. Os lo juro, tenéis que creerme. Desde aquel día no puedo dormir, me persiguen unos ojos llenos de pavor y miedo y resuena en mis oídos el golpe terrible de la cabeza al rodar por el suelo. Enrique sólo me dirigió una vez la palabra durante el juicio: “Tienes que estar orgulloso de haber ayudado a un dios a hacer justicia”.
Comentarios (7):
Aina Pons Triay
30/04/2014 a las 08:55
Hola Vicente, tu relato es bueno, pero creo que deberías haber escondido más el final, para que el lector no supiera que finalmente no se trataba de una escena. Trabaja por ahí y seguro que te salen buenos relatos. Felicidades. ¡Nos leemos!
Vicente Freire
30/04/2014 a las 10:25
Tomo nota, Aina, le daré una vuelta al relato y trataré de que no se me vean tanto las intenciones.
Adella Brac
01/05/2014 a las 17:10
Estoy de acuerdo con Aina en que el desenlace es predecible. Por ejemplo, con la frase “si era un actor” demuestras que nuestro protagonista tiene dudas y das una pista clara al lector.
De todas formas, no me ha importado porque he disfrutado leyendo.
Un saludo 🙂
Vicente Freire
01/05/2014 a las 19:55
Me alegro que hayas disfrutado, Adella, y voy a intentar no ser tan previsible la próxima vez.
Aurora Losa
02/05/2014 a las 07:36
Hola, Vicente.
No quiero insistir mucho en lo que ya te dijeron Aina y Adella, pero es cierto que el desenlace es predecible, de todos modos la idea de una carta desde la carcel me ha parecido interesante y sobre el estilo no tengo nada que objetar, quizá dándole un par de vueltas más y con más tiempo y espacio se desarrolle una segunda versión mucho mejor porque material tienes, eso sin dudarlo.
Gabontza
02/05/2014 a las 13:57
Probablemente porque a mí me cuesta mucho describir escenas de acción tal y como haces en este relato, a mí me ha enganchado lo que has escrito. Sí creo que necesita algo de espacio para profundizar en lo que siente el personaje principal, sin llegar a desvelar el final.
El ritmo me ha resultado trepidante, quizá no muy adecuado para una carta de confesión, pero sí para enganchar al lector.
Vicente Freire
02/05/2014 a las 15:06
Le daré un par de vueltas, Aurora. La idea de la carta me seduce. Y trataré de profundizar en el personaje principal, Gabontza. A ver qué me sale.
Un saludo.