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Humedad - por Luzespain
Los castillos siempre son capaces de albergar más sombra que ningún otro lugar. Y ningún castillo tanto como éste. Era ese trémulo rayo de sol que entraba por el ventanuco, ese reflejo múltiple sobre los ínfimos brillos de la piedra rugosa, esa vela que danzaba aplastada por la negrura lo que le daba su oscuridad inigualable.
La humedad también era única: podía escalar, pero no sólo con ejércitos de musgo y hongos, no sólo con gotas condensadas en las paredes o en el techo. También sabía trepar a las pantorrillas como dedos que revoloteaban y avanzaban trayendo vahos pestilentes. Nadie podía caminar por el pasillo que iba hacia la despensa sin sentir cómo algo ahí estaba vivo, y no es porque hubiera ratas, o cucarachas, que las había. No, se trataba de la propia humedad, que allí estaba viva y lograba por momentos formar un cuerpo monstruoso.
“Ciertamente así debe ser una tumba –pensaba el hombre–, eso de sentirse abordado inminentemente desde abajo”. Con la diferencia de que en la tumba no quedaba otra que aguardar quieto. Aquí en el pasillo se podía correr, y eso hacía, de un extremo al otro, cuando era estrictamente necesario. Todo lo que podía intentaba quedarse en la habitación donde el famélico tragaluz que daba al piso adoquinado del patio permitía cuando el sol estaba en el cénit distinguir las rayas de la mano.
El castillo ya estaba un poco vacío cuando llegó, una noche, hambriento y lastimado, con el eco de perros y caballos detrás. El descuido de alguno de los pocos sirvientes que quedaban le había permitido entrar por la cocina y de allí escurrirse hacia la despensa. Con ojos de miedo había recorrido esas paredes llenas de estantes donde alimentos de todo tipo reposaban. Una pequeña bomba de agua en un rincón lo convenció de que había llegado al paraíso.
Sació su hambre, sació su sed y durante algo más de un día durmió acurrucado en un estante. Un par de veces sintió abrirse la puerta de la cocina y un río de luz pringosa se derramó por la escalera. Una vez una mujer bajó, gorda, cansada. Y él tuvo miedo, pero más cansancio. Por eso se quedó quieto, como las bolsas de papas que tenía al lado, y ella no lo vio.
Cuando el cansancio y el dolor fueron desatándole el cuerpo, pudo percibir que un negro más claro llegaba en oleadas desde el otro extremo de la despensa, y así fue que se internó en la oscuridad y sintió por primera vez la humedad peculiar del pasillo, y a tientas dio con esa habitación donde de noche la negrura era menos negra y cuando había sol hasta se podía leer.
Allí le llegaban las voces del patio, pocas, y así pudo saber que había una vieja, que los hijos ya no estaban, que la guerra todavía no terminaba, que la sobrina, única visitante, cada vez venía menos y que nadie iba a hacerse cargo de la vieja.
Cuando las voces y los pasos comenzaron a hacerse cada vez más raros, una noche se animó a salir. Como un ratón embriagado de miedo, asomó su nariz a la cocina, al hall y a las habitaciones de los sirvientes. Otra noche llegó hasta los salones y luego, ya como rey en las sombras, recorrió las habitaciones, una a una, hasta dar con la vieja.
La vieja era blanca y arrugada como un pétalo de jazmín entre las manos inquietas de un niño. La miró dormir, casi con ternura: tal vez pensó que eran iguales en soledad.
Así muchas noches y es posible que ella lo viera cierta vez en que abrió los ojos, aterrados por alguna visión. Él reprimió el impulso de acariciarle la frente y sólo se quedó quieto como la sombra de una sombra.
Era casi feliz, pero una mañana el ventanuco vomitó: “Se le acabó el juego a la vieja”. Y entendió que ella había muerto y lloró un poco por esa estatua blanca.
Poco después los pies fueron cada vez menos y las voces desaparecieron. Cierto día escuchó cómo alguien ponía llave a la puerta de hierro de la despensa.
Y el fugitivo supo que ya no podría salir. Que habría de aguardar entre la habitación y la despensa que lo alcanzaran la ley o la muerte. Y que tal vez estaba pronto en llegar el día en que no le quedaría otra que quedarse quieto y dejar que la humedad le colonizara el cuerpo.
Comentarios (3):
Vicente Pacheco Gallego
28/04/2014 a las 15:03
Hola Luzespain, fui uno de los afortunados en comentar tu texto. Es un relato muy bien escrito y muy bien llevado, que disfrute mucho comentandolo, espero que te siriviera de ayuda. Lo único que no llegue a entender, y que sin duda es fallo mio es la frase:
“Todo lo que podía intentaba quedarse en la habitación donde el famélico tragaluz que daba al piso adoquinado del patio permitía cuando el sol estaba en el cénit distinguir las rayas de la mano.”
Por lo demás me parece un texto estupendo.
Enhorabuena y sigue adelante.
Kangreja
28/04/2014 a las 19:41
Wao! yo soy una de las personas que comentó tu relato! Sólo quería felicitarte de nuevo, porque me encantó! Felicidades!
Aurora Losa
02/05/2014 a las 07:24
Clap, clap, clap, clap. Y una ovación entera para tí, Luz, qué gran relato, qué angustia, cómo nos has introducido primero en el ambiente que rodea al protagonista y luego en su propio cuerpo. Sólo te apuntaré una cosa, una frase en que me quedé atascada y creo que mejoraría la comprensión con dos comas: ” Todo lo que podía intentaba quedarse en la habitación donde el famélico tragaluz que daba al piso adoquinado del patio permitía, cuando el sol estaba en el cénit, distinguir las rayas de la mano.”
Por lo demás no puedo hacer otra cosa que felicitarte y esperar ansiosa cómo te las ingenias con el último ejercicio.
ENHORABUENA