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Memorias de inteligencia - por Rafael F. Lozano+18

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No sé por qué decidí seguirla hasta el parque. Había algo en sus ojos, atormentados pero llenos de energía, que pedían ayuda. No acostumbro a seguir a la gente más de lo necesario, por requerimientos de mi trabajo, claro, pero intuí que aquella chica me necesitaba. Justo un rato antes, mientras esperaba para pedir un café con leche mediano en una conocida cadena de modernos cafés prediseñados que saben a café normal, o incluso peor, nuestras miradas se cruzaron cuando entró. Fue muy rápido, un destello inquieto, que se esfumó cuando subió al salón sin pedir nada. No preví sus intenciones, quizás abstraído por el aguijonazo de sus ojos, pero sí que lo hizo la dependienta, que salió corriendo escaleras arriba.

Tras echarla de la cafetería, siguió atendiendo. «Su turno. ¿Qué desea, señor?», oí que me decía, recién incorporada a su puesto detrás de la barra. Entendí que no era la primera vez que pasaba y que ya estaban prevenidos contra ella, pero yo seguía atraído por su mirada, por una segunda que me había lanzado a través de los cristales, ya en la Gran Vía.

Así fue como llegué hasta allí. Había una fauna muy variada en el parque aquel domingo. Ancianos en el otoño de su vida que paseaban bajo el alegre sol de primavera; niños que escuchaban atentos pequeños teatros junto al reluciente lago, que desprendía fuertes destellos de luz a sus padres, que andaban pensando posiblemente en el almuerzo; y una joven con la piel del mismo color que el café con leche que había dejado a medio beber en la cafetería, junto con un par de amigos enfadados por haber terminado la reunión de manera tan brusca. Allí estaba ella, rodeada de gente pero sola en el mundo. Sentada en un bordillo, a la vista de poca gente, miraba nerviosa en todas direcciones. Parecía esperar a alguien. Los nervios se fueron transformando en miradas de terror. ¿Qué o quién le causaba tanto miedo?

Yo estaba lejos, sentado en un banco, leyendo un ejemplar atrasado del periódico Ideologías: ¿a la izquierda de la derecha, o a la derecha de la izquierda? que había encontrado en una papelera. Había un curioso artículo, escrito por un reconocido ufólogo a nivel nacional, que hablaba sobre la posibilidad de que la clase política estuviera monitorizada desde otro planeta por una sociedad muy superior a la nuestra. Decidí que podía ser un caso a investigar cuando terminara con el asunto del parque. En cuanto al periódico, no pude resistirme hacerle un par de agujeros para mirar a través de ellos mientras leía. Sé que es un truco muy viejo, pero sigue funcionando.

Cuatro artículos después, y habiéndose comido la joven todas las uñas hasta la raíz, apareció su visitante. Él era a quien había temido y esperado todo el tiempo; un tipo que me doblaba en altura, anchura y fuerza. Entendí el por qué de su miedo, incluso compartí un poco del mismo, pero tenía que hacer algo. El bárbaro se acercó a ella y la tiró al suelo de un guantazo con la mano abierta, al tiempo que yo corría por detrás de los abetos para acercarme a ellos sin ser visto. Mientras llegaba, entendí que él le exigía en rumano algo que le debía; no importaba qué, pues podía pagarle con dinero, tarjetas de crédito, móviles o joyas, tal y como me contaría ella luego. Que no se me olvide que debo repasar un poco de rumano, pues se me ha olvidado bastante vocabulario.

Llegué donde estaban, justo cuando el gigantón se acercaba a la joven, que intentaba incorporarse con un tembleque exagerado. Calmé mi respiración durante unos segundos y aparecí junto a ellos mientras leía la portada del periódico. Ambos me miraron y se detuvieron. La chica me reconoció al instante. Era muy lista, y decidí acogerla y educarla cuando todo acabó. Me acerqué despistado al tipo, que también pareció distraerse, le pregunté que si era suyo el periódico, que si sabía algo acerca de los aliens y los políticos, acercándoselo al rostro cuanto pude. No podía creérselo. Estaba sorprendido, y no supo qué hacer o qué responderme; segundos después, estaría noqueado completamente. Aproveché la cobertura del diario para descargar un potente puñetazo en su diafragma.

Así fue cómo la conocí, pero no acabó allí el asunto, sino que me confesó que había toda una red de organizaciones criminales por todo el país. La ayudé a levantarse y decidimos ir a visitar a los amigos del gigantón.

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