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En el blanco - por Pato menudencio

Apuró el paso al oír las 12 campanadas. Si los militares lo descubrían rompiendo el toque de queda, toda la misión se iría a la mierda, y lo que es peor, aquel año nuevo de 1987 sería el último de su vida.
Joaquín Cienfuegos sabía que esta noche no debía fallar, había mucho en juego. El fin de la dictadura recaía en la precisión de su gatillo; pero lo que más le importaba esa noche, era que al fin vengaría la muerte de su padre.
El plan era sencillo, pero no admitía errores. Debía infiltrarse sigilosamente en la hacienda de Bucalemu, hacerse pasar por un camarero, buscar una posición elevada y desde allí; eliminar al general Augusto Pinochet, quien de acuerdo a informes de inteligencia del “Frente Patriótico Manuel Rodríguez”, haría una fiesta de año nuevo en compañía de su familia y asesores más cercanos, por lo que el disparo debía realizarse durante los fuegos pirotécnicos.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Joaquín. Estaba a sólo diez metros del guardia apostado en el portón principal, sólo debía flanquearlo y traspasar la primera entrada.
Avanzó en medio de la vegetación, y tanteó el muro buscando la apertura que días antes un espía del “Frente” había hecho durante sus labores infiltrado como jardinero. Luego de hurgar unos segundos casi a ciegas, por fin la encontró y pudo entrar sin problemas <<Por poco>>.
Cienfuegos miró a su alrededor, vio a un garzón que se alejaba del grupo para fumar, <<Esta es mi oportunidad>>, sólo debía neutralizarlo y estaría a un paso de acabar con el dictador.
―Recuerda que los camareros también tienen entrenamiento militar―, las palabras de su instructor en Cuba se repetían una y otra vez en su mente que estaba saturada de adrenalina.
Sin hacer ruido, se puso detrás del garzón, quien estaba distraído con su cigarro. <<¡Ahora!>>. Joaquín, en una fracción de segundo, degolló con un corte limpio al joven, que en silencio moría en cámara lenta. Registró sus bolsillos, y encontró un arma, la que arrojó lejos del cadáver.
No había tiempo que perder, escondió el cuerpo entre las ramas mientras a lo lejos se escuchaba la música y las risas de la fiesta. <<Ríe ahora hijo de puta>>. Debía apurarse, encontrar un buen punto de disparo era su prioridad. Los árboles era incómodos y sólo el techo ofrecía un buen ángulo, pero quedaba completamente expuesto. El tiempo apremiaba, y sólo en pocos minutos todos saldrían a mirar los fuegos artificiales. No quedaba más remedio que disparar desde el tejado.
Trepó como un gato y se instaló en el punto más alejado de la puerta de entrada. Preparó su Springfield 1903-A4 (aunque habría preferido un Dragunov, pero estaba prohibido usar armamento soviético, para no dar pistas acerca de los financistas de la operación) y esperó.
Poco a poco, imágenes de su niñez aparecieron. En 1973 apenas tenía diez años cuando allanaron su hogar. El último recuerdo de su padre fue verlo salir de casa en la mitad de la noche con los ojos vendados, arrastrado por los militares, quienes lo golpeaban e insultaban. Nunca más lo volvió a ver.
Unas sombras salieron de la casa, eran el dictador y sus acompañantes. Parecían una perfecta postal de familia feliz sacada de algún comercial de la televisión. Cienfuegos esperó la primera explosión. Una luz roja iluminó el cielo, era la señal que Joaquín esperaba.
Respiró hondo, pese a sus años de entrenamiento, sentía el sudor de sus manos mojar el gatillo.
Lo tenía en la mira, más que un sádico tirano, parecía un abuelo querendón sin esos lentes oscuros con los que acostumbraba aparecer en público, y que causaban un efecto intimidador en el pueblo.
En el cielo, un silbido cruzó la noche, era la señal de que en sólo 5 segundos estallaría otro fuego de artificio. Joaquín apuntó, <<Esta es por ti papá>>, el dedo apretó suavemente el gatillo, y pareció que el tiempo se detenía.
En el instante que disparó, tres detonaciones sonaron al unísono. La primera provocó un brillo azul y majestuoso en el cielo nocturno; la segunda, esparció los sesos del dictador por todo el suelo. Y la tercera, la más infame de todas, atravesó a Joaquín Cienfuegos, que absorto en su misión, no advirtió que lo habían descubierto.
No sentía miedo, pese a que la sangre tibia lo mojaba por completo; sabía que ese día la historia cambiaría gracias a sus manos. Miró al cielo y nunca antes los fuegos pirotécnicos le habían parecido tan bellos.

Comentarios (5):

José Torma

28/01/2014 a las 20:20

Esta fuerte el tema.

Ojala esos tiempos de tiranos y dictadores estuviera en el pasado pero desafortunadamente sigue siendo un tema actual.

Muy logrado tu texto, felicidades.

borja

29/01/2014 a las 13:12

Disfrute mucho comentando tu relato. Mi más sincera enhorabuena.
saúdos.

Forvetor

29/01/2014 a las 21:44

estupendo cuento. el poder catártico de la literatura no tiene límites ;). felicidades

Aina Pons Triay

29/01/2014 a las 23:34

Fantástico, buen tema, bien construido, bien narrado y absolutamente envolvente. Casi me ha parecido estar viendo al protagonista, escondida detras de un arbusto. Enhorabuena,

Virginia Figueroa

30/01/2014 a las 21:07

Uuufff,me ha impactado tu relato. Es una narración estupenda y muy cruda. El final es genial e inesperado, no estaba preparada para que Cienfuegos pereciese en su misión también. Lo tenía todo tan bien calculado que…
Es diferente a todo lo que llevo leído y está muy bien llevado. Te felicito. Saludos 🙂

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