Apuró el paso al escuchar las doce campanadas. Le apuntó con un revolver de doce balas aunque el tambor solo contenía una. Por cada campanada él apretaría el gatillo y el azar decidiría en cual moriría. Sonó la primera, apretó el gatillo, nada. La segunda, tampoco. La doce, solo quedaba esa, la bala se encontraba ahí, cuando disparase acabaría su sufrimiento. Se quedó mirándolo. Era la viva imagen de su padre. Este solo tenía ojos para su primogénito y él se desvivía para llamar su atención y cariño, pero nada. Empezó a recordar sus últimas navidades que estuvieron ellos tres: la noche de fin de año, en mitad de las uvas, su padre se ahogó con una y murió poco después. Cada vez que lo recordaba sentía más rabia hacia su hermano pues él impidió que pasasen más tiempo juntos, pero esta vez fue distinto, se dio cuenta de que era él el que no encajaba. Su padre no le quería y no era culpa del hermano. Él era su hijo bastardo, la deshonra de la familia y nada que hiciese lo cambiaría. Sonó la última campanada y volvió a la realidad. Fue directo al aparato de música, se quedó mirando a su hermano, estaba atado en una silla y amordazado, enchufó la música. Dejó de apuntarle, se colocó el revolver en la sien y pronunció sus últimas palabras: “feliz año nuevo”. Apretó el gatillo y cayó al suelo. Su hermano lo presenció todo sin poder moverse y la última imagen que tubo de él fue la sangre caer de su cabeza al suelo a compás del blues que sonaba de fondo.