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Cosas que nunca cambian - por Patricia Fernández
Estaba harto, es que siempre pasaba lo mismo. ¿Nunca iban a cambiar las cosas? ¿Es que las personas no podíamos elegir? Se suponía que éramos libres, o eso nos habían dicho en el colegio. Pues bien, yo había tomado una decisión, y no me movería, ni siquiera pestañearía, ¡ni respiraría! Me quedaría completamente quieto hasta que alguien entrara en razón. Es que, ¿por qué teníamos que pasar por este trago? No era justo, y simplemente no tenía ningún sentido. Habían mil formas mejores de hacer las cosas y yo pensaba hacérselo ver a todos, marcaría una diferencia de una vez por todas. Estaba seguro de que muchos niños lo habrían intentado antes, pero yo sería el primero en conseguirlo. Sí, ¡pasaría a la historia! Lo haría por el bien de todos, estaba decidido. Había dejado una nota en la mesita explicando mis intenciones y pronto alguien la leería. Era obvio, indiscutible.
Ya llevaba dos segundos completamente inmóvil; me había recostado en mi cama, cerrado los ojos y me esforzaba por no respirar. Inmovilidad total, eso era, no había otra forma. Sólo necesitaba concentrarme y sería pan comido. ¡Ahh! ¡Había olvidado desayunar! ¡Uff! Bueno, tranquilo – me dije a mí mismo -, un pequeño contratiempo. No tenía importancia y no iba a detenerme ahora que ya llevaba casi cuatro segundos sin moverme. No, ¡cinco segundos! Me sentía orgulloso de mí mismo y no era para menos. Sabía que podría aguantar el tiempo suficiente, aunque quizás hubiera sido buena idea avisar previamente a alguien. ¡Aaah! ¡Ahora me picaba la nariz! Qué desastre, esto no podía estar pasándome. Maldita mi suerte, ¿cómo iba a poder mantenerme inmóvil así? De repente el picor se había convertido en mi mayor obsesión y no podía quitármelo de la cabeza. Poco a poco iba en aumento, la molestia era cada vez más insoportable y pronto no tendría más remedio que moverme. Sin embargo – pensé – no había nadie que pudiera verme. Quizás podría rascarme rápidamente y volver a mi posición. De esa forma mi misión no se vería interrumpida y hasta podría coger un poco más de aire. Pero ese planteamiento hizo que me sintiera un tramposo y un traidor. Si había llegado hasta aquí, pensaba llegar hasta el final, con todas las consecuencias. Era una cuestión de principios y no dejaría que un pequeño picor tuviera más peso que todos mis ideales juntos. Además, mientras me resistía al picor, ya habían transcurrido once segundos en mi reloj mental. No faltaría mucho para que alguien entrara en mi habitación, ¿no? En ese momento, otro pensamiento se abrió paso en mi mente y, aunque distrayéndome por un instante del molesto picor, me creó mucha más angustia. ¿Y si nadie venía? ¿Y si nadie se daba cuenta de mi situación ni del valor de mis intenciones? Y por primera vez me vino a la mente una pregunta que, de tan obvia que parecía ahora, no sabía cómo no se me había ocurrido antes. ¿Cuánto tiempo puede aguantar una persona sin respirar? Suponía que al menos un minuto, o incluso dos, pero ¿y luego? ¿Y si nadie aparecía? ¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar en mi empeño? ¿Sería capaz de dar mi vida por esta causa? Mientras todas esas preguntas atormentaban mi conciencia sentí un cambio a mi alrededor. Alguien había encendido la luz de mi habitación, que – aún con los ojos cerrados – resultaba muy molesta en comparación a la penumbra anterior. Entonces escuché una voz que se alejaba por el pasillo, “levanta de una vez o vas a llegar tarde”. ¡No habían visto mi nota! Seguramente se pensaban que estaba dormido, porque claro, es lo que parecía. ¡Jo! Así no había manera de conseguir nada, estaba a punto de tirar la toalla. Sentía como el peso del fracaso hundía mi moral y ya llevaba casi veinte segundos sin respirar. La verdad es que el aire me empezaba a faltar, por no mencionar el maldito picor de nariz.
En ese momento, alguien volvió a entrar en mi habitación, se subió a mi cama y se sentó en mi estómago. Como yo seguía inmóvil y él parecía dispuesto a reclamar mi atención, empecé a sentir una lengua húmeda en mis mejillas y unos lametones inconfundibles. Al final no pude sino reír y mi perro empezó a ladrar para dejar claro que se había salido con la suya. ¡Argh! Mi sacrificio de veintidós segundos no había servido de nada. Todo seguía como siempre, no era más que otro lunes que tendría que ir al colegio.
Comentarios (3):
Aurora
02/12/2013 a las 16:43
Sólo voy a ponerle una pega a este texto: los párrafos, no se distinguen y tiene un aspecto denso, nada que ver con el contenido, que me ha hecho sonreír. Menos mal que al final se descubre por qué tanto drama y sacrificio, me picaba la curiosidad como al protagonista la nariz. Me gusta. Enhorabuena.
Claudio Anibal
04/12/2013 a las 16:39
Empieza de manera muy interesante y el relato es divertido, luego empieza a flaquear y la idea que me pareció muy original en un momento se vuelve un poco tediosa. El final podría haber sido mejor.
A pesar de todo lo leí y me gusto mucho.
Abelino
15/01/2014 a las 00:46
Me ha gustado mucho! Guapa!