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La tienda de la calle cuatro - por Mina Ohara
La puerta se abrió puntual a las ocho, siguiendo la rutina de cada día. Por ella entró el señor Tom, alegre, tarareando una canció. Lo vi pasar entre las estanterías hacia el mostrador, donde se paró a juguetear con los interruptores hasta que consiguió la luz que quería, sin iluminar demasiado. Él había comprobado durante años que así le daba un toque misterioso a la librería, para que los futuros compradores pudieran fantasear con el tipo de libros que albergaba.
Lo especial de la librería era que uno se podía encontrar con cualquier cosa. El señor Tom había dedicado a su vida a recoger ediciones viejas, algunas sin título, todos olvidados de hacía tiempo. A los amantes de libros les encantaba entrar allí para coger un libro al azar, sin saber demasiado bien qué encontrarían. Había visto mil veces impacientarse mis compañeros a medida que se acercaba el futuro comprador. Vibraban de emoción cuando alguien alargaba la mano para cogerlos, impacientes porque sus historias fueran vividas. Por desgracia, mi ubicación no era muy afortunada, y pasaba desapercibido en una punta de la estantería más alta. Pero a la vez, mi lugar me daba una perfecta perspectiva de la librería. Me gustaba ver a la gente pasearse entre los libros, y esperaba la hora de abrir para ver sus caras al inspeccionar los diferentes pasillos.
Ese día se abrió la puerta más temprano que de costumbre, y entró un hombre muy tapado. Vi por el hueco entre las estanterías cómo iba hacia el mostrador dónde estaba Tom, lentamente. Puse toda mi concentración para oír lo que decían por encima del rumor que hacían mis compañeros, perturbados por esa presencia.
— Buenos días, señor – dijo Tom.
— Buenos días a usted también —Pude oír que tenía la voz raposa, y hablaba bajito, con dificultad—. Estoy recorriendo librerías en busca de un libro especial.
— Tenemos algunas ediciones en muy buen estado. Busca alguna cosa en particular?
La librería, a primera vista, no seguía ningún orden es especial, parecía que los libros se amontonaban según Tom los iba trayendo. Pero no era así. Él sabía dónde estaban ubicados, siempre.
— Estaba buscando una edición de 1327 de Ars Chimica, de Roger Bacon.
— Creo que no podré ayudarle, señor, conozco el libro pero no está aquí —. Pude oír como Tom contestaba apresuradamente.
— Oh! Me dijeron que si no lo encontraba aquí ya me podía dar por vencido. La edición que busco es una edición ilustrada por el mismo Roger Bacon.
— No, no he oído a hablar nunca de un libro así.
— ¿Y sabe cuándo hay alguna subasta? ¿O alguna feria del libro en la que pudiera encontrar un ejemplar así? ¿Tiene usted previsión de que le llegue algún lote de estas características?
— El año que viene, tal vez —.Lo dijo rápido, cortando la frase. Era raro que Tom se pusiera nervioso, y con eso hizo que el hombre también lo notara.
— Pero…
— No, ya le he dicho que no puedo ayudarle.
— Está bien… ya volveré otro día.
— Bien, vale, hasta luego.
Tom lo acompañó hasta la puerta, cerró de golpe, y se quedó parado. Lo veía de espaldas, tenso. No recordaba en todos los años que había pasado allí haberlo visto así ninguna vez. Se quedó parado un buen rato, podía notar cómo los libros a mi alrededor se iban agitando, cada vez más nerviosos, esperando una reacción que les diera alguna pista de lo que acababa de pasar.
El librero, por fin, se movió, y fue hacia el teléfono. Marcó rápidamente un número y le contestaron al momento.
—Sí, soy yo. Acaban de venir a preguntarme por el Ars Chemica. Sí. No, claro que no se lo he dado. No. No, sería peligroso, es mejor que no se vaya en malas manos. Cierto, pero yo no lo cojo nunca, lo tengo bien guardado. Sí, está seguro aquí. Vale. Adiós.
Cuando hubo colgado, empezó a pasearse por la librería, hasta llegar a mi pasillo. Los libros vibraban, emocionados, se habían dado cuenta de que la librería no era la librería tranquila de siempre. Había misterio real, no sólo el que Tom intentaba crear con su bombilla poco intensa. Tenían la seguridad de que los días que venían serían parte de una historia importante, y eso les emocionaba más que cualquier cuento que tuvieran dentro.
Tom se paró delante de mí, me miró fijamente y me cogió. Y luego lo entendí. ¡Habían estado hablando de mí!
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