Literautas - Tu escuela de escritura

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Monstruo - por Damober

Las luces, la música, el sonido de las jarras al brindar y la gente al cantar lo tenían embelesado.

Por primera vez en mucho tiempo sentía que estaba en casa de nuevo. Y eso le producía una felicidad inmensa.
No recordaba con exactitud cuánto tiempo hacía que se había marchado de su pueblo obligado a luchar en una guerra por su país, que tan poco le había dado él y los suyos, pero que tantos sacrificios les había pedido a cambio.
Pero no quería recordar lo malo.

Por fin había vuelto, y había vuelto en carnavales. No podía haber elegido un día mejor.
A su mente venían recuerdos de su niñez como flashes en la noche. Sus padres, sus amigos. Su hermana pequeña, tan bella vestida de princesa, de bandida, de lo que fuera.

La felicidad de una familia humilde que sabe ser feliz con lo que tiene.
Su familia. Se había marchado hacía tanto que no sabía si estarían bien. Si seguiría tan unida y tan alegre como cuando él se fue. Estaba ansioso por ver la reacción a ver que por fin había vuelto. Ansioso por fundirse en un abrazo y no volver a separarse jamás.

– ¡Qué disfraz más bueno, amigo! – dijo un Conde Drácula con claros síntomas de embriaguez. – ¡brindo por ti!

Fue al pasar junto a una taberna cuando le habían sacado de sus pensamientos. «Cualquier excusa te vale para brindar, “amigo”» pensó él. Sonrió y le saludó con la mano sin dejar de caminar.
Siguió caminando, pero esta vez le dio por fijarse en la gente que estaba en la calle pasándolo en grande. Un bufón intentando hacer reír a una tímida doncella. Un doctor con una bata impoluta que parecía discutir con su hijo, un paciente con un ojo morado y una venda en la cabeza. Un par de soldados bromeando con unas emperatrices romanas. Pero lo que más bonito le pareció fue una pareja de espantapájaros que paseaban con sus tres hijos, disfrazados de pequeños pajaritos de colores.

– Guau señor, ¿de qué va disfrazado usted? – preguntó un pequeño apuesto Pirata con los ojos abiertos como platos – ¡Es el mejor disfraz que he visto en mi vida!

Eso le extrañó. Se acercó un momento al escaparate de una mercería próxima y se miró fijamente.

Tenía la cabeza hinchada y amoratada, los ojos inyectados en sangre, le faltaban tres dientes. Bajó la mirada a sus manos. Las pocas uñas que le quedaban estabas rotas, un dedo meñique le describía un ángulo imposible, y tenía una herida abierta por la que brotaba menos sangre de la que era razonable esperar.

Entró en shock. «Desde luego que mi familia no me puede ver con este aspecto». Confundido, en estado de pánico, sólo pensó en esconderse.
Se escurrió por un callejón sin salida y se metió entre unos contenedores de basura.
Vomitó.

Justo antes de desmayarse vio al doctor y al paciente correr en su ayuda. Al llegar, el doctor se agachó y le empezó a examinarle.

– Hemos tenido mucha suerte de encontrarle. Tenemos que llevarlo de vuelta al castillo.- Dijo el doctor mientras continuaba el examen.
– ¿Cree que se pondrá bien, Dr. Frankestein? – Dijo el joven, jadeando ligeramente por la carrera.
– Eso espero Igor, eso espero.